La niña de los pétalos rosa abrió los ojos a la luz, se expuso por
completo al deseo vibrante del silencio Foto de Maribel Ortega
y desdeñó sin malicia los alardes del
joven que buscaba a toda costa robarle la inocencia. Ingenua fue la semilla
que dio vida a su esencia, pues en la mirada llevaba esta hembra el estigma del
fuego, que uncinera todo el paso, destruye y crea al mismo tiempo.
Observaba desde lejos el sátiro, olvidado de su flauta, y entre la maleza
se escabulló para ver más cerca. Tuvo la sensación de ser vigilado
mientras espiaba, pero eso no impidió a su curiosidad acercarse más,
más, más, hasta perder la cabeza -literalmente-, que rodó hasta
los pies de la infanta, que reía. El joven, con la espada ensangrentada en su
diestra, sonrió por un lado. Creyó ganar el favor de la deliciosa rosa.
Saboreó su savia, su aroma, sus pétalos abriéndose, él entrando en ella, que reía.
La escucho gemir y torcerse entre brazos, gritar y moderse los labios.
Penetrarlo -¿penetrarlo?-, atravesarlo, desgarrarlo. Soltó un gemido,
la niña no reía, lloraba, se derramaba entre los arbustos igual que él,
que escurría sobre su propia espada la sangre que corría hasta las manos de ella,
que cobraba venganza. La cabeza del sátiro observaba, sonreía.
El muchacho cayó, los pétalos cambiaron, se tomaron rojo carmín. Los labios de la
niña se entreabrieron, sensuales; su pecho se volvió abundante, voluptuoso. Sus raíces
bebieron el cáliz vital del joven, que se secaba. La niña no era niña ya, el joven era tronco
y hojas secas
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